Mayo
17
2017

Edad mínima de responsabilidad penal. Una perspectiva desde las Neurociencias (Parte I)

Cíclicamente, de
la mano de algún caso que alcanza repercusión
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mediática, el debate sobre la edad de
responsabilidad de los


adolescentes se reedita. La baja de la edad de
ingreso al sistema


penal se presenta como uno de los puntos de
mayor tensión. Las


estadísticas oficiales de la Ciudad de Buenos
Aires, señalan que el


porcentaje de jóvenes menores de 16 años
involucrados en delitos


graves como el homicidio es mínima[1]. Sin
embargo, debe destacarse


que la escasa incidencia de este colectivo en
delitos graves no le


resta importancia a cada uno de los casos
particulares y es un deber


del Estado intervenir y brindar apoyo integral a
todas las víctimas de


la inseguridad.



Este punto es muy relevante, ya que no se
pretende restar visibilidad


a las conductas delictivas, sino plantear el
problema en su justa


dimensión. Tal como afirman Bartol y Bartol[2]
(2017): “Los jóvenes


bien podían ser el grupo de edad más
estigmatizado de nuestra


sociedad. Abundan los mitos acerca de su
contribución a la


criminalidad y sobre el grado de daño del que
son responsables”


(p.142).



La adolescencia es una etapa evolutiva compleja,
donde confluyen


factores sociales, culturales, biológicos con
cambios hormonales y


psicológicos. Estos elementos han sido
estudiados a través de


distintos modelos, por ejemplo la teoría del
desarrollo, de


Moffitt[3]; el modelo dual de sistemas, de
Steinberg[4] o la teoría de


la insensibilidad emocional[5], entre otros. En
ellos no se alude a la


adolescencia como un factor de riesgo delictivo
en sí mismo, sino que


se analizan las diferentes variables que podrían
explicar los


fenómenos delictivos, para comprenderlos y, especialmente,
prevenirlos


y resolverlos.



En las distintas perspectivas de estudio
científico del comportamiento


adolescente en conflicto con la ley penal, no se
manifiesta que éste


deba sancionarse con mayor severidad, sino que
deben atenderse las


causas y contextos que describen, dan origen y,
en cierta medida,


predicen los comportamientos disociales. En
síntesis, cuando aludimos


al adolescente como único responsable del
comportamiento disocial,


pretendemos olvidar la responsabilidad que
compartimos como Sociedad.


Tal como se ha preguntado: “¿Cómo somos capaces
de exigir un respeto a


las normas si no se educado tal respeto ni
siquiera con ápices de


ejemplo? ¿Qué derecho tiene una sociedad enferma
a exigir adolescentes


sanos?”[6]



El proceso de crecimiento y maduración del
cerebro, aún antes del


nacimiento y hasta el final de la adolescencia,
se encuentra


influenciado por las interacciones con el medio,
motivo por el cual se


presenta como una ventana de grandes
oportunidades pero también de


gran vulnerabilidad. De manera específica, vale
la pena subrayar la


influencia que ejercen los factores de riesgo
relacionados con los


estilos parentales[7], las prácticas de
crianza[8] y, en contraparte,


el monitoreo parental[9].



Existe una robusta evidencia científica que
relaciona la exposición a


diferentes condiciones de vulnerabilidad, como
la pobreza o


situaciones traumáticas, y el desarrollo
cerebral y cognitivo[10] [11]


[12] [13] [14] [15]. Estas evidencias deberían
bastar para replantear


el problema y no criminalizar los efectos, en
lugar de atender las


causas.



Los adolescentes suelen ser más impulsivos que
los adultos, son


buscadores de nuevas sensaciones[16] y 
toman decisiones de forma


diferente[17]. Sobrevaloran los beneficios a
corto plazo por sobre las


consecuencias a largo plazo de sus acciones[18]
[19], lo que los


predispone a conductas de riesgo[20] [21] [22]
[23], como por ejemplo


la experimentación con drogas y alcohol, las
relaciones sexuales sin


protección, conducir automóviles y motos bajo
los efectos del alcohol


o en forma temeraria[24] y conductas
antisociales[25] [26].

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