Tres adolescentes fueron asesinadas brutalmente, pero los medios se enfocaron en su trabajo sexual, replicando violencia mediática al humillarlas y despojarlas de dignidad, en lugar de resaltar la gravedad del crimen. Esta división entre “buenas” y “malas” víctimas perpetúa la indiferencia social hacia las más vulnerables. Judicialmente, el caso fue caratulado como femicidio, reconociendo la violencia de género detrás del crimen, que va más allá de disputas narco.
Tres adolescentes fueron asesinadas con brutalidad. Una todavía era menor de edad, las otras dos apenas habían alcanzado la mayoría. Esa sola circunstancia bastaría para dimensionar la gravedad: eran jóvenes, estaban en situación de vulnerabilidad, y el Estado fracasó en protegerlas. Sin embargo, lo que repitieron los medios no fue el espanto del crimen sino su trabajo sexual. Se dieron nombres, se mostraron fotos, se insistió en llamarlas “prostitutas”. Como si esa etiqueta alcanzara para explicar la muerte. Como si su vida valiera menos.
Esa cobertura constituye violencia mediática, en los términos de la Ley 26.485: mensajes o imágenes que humillan, discriminan o atentan contra la dignidad de mujeres y adolescentes. Aquí no fue un efecto colateral: fue el centro del relato. La operación es conocida: dividir a las muertas en “buenas” y “malas víctimas”. Las buenas son las que encajan en el molde de inocencia; las malas son sospechadas incluso en la muerte: pobres, trabajadoras sexuales, habitantes de barrios atravesados por el narcomenudeo. Así, la indignación social se vuelve selectiva: lloramos a unas, silenciamos a otras.
En lo judicial, la causa dio un giro: el fiscal de La Matanza, especializado en homicidios, resolvió caratular el hecho como femicidio. No se descarta la trama narco —la investigación sigue su curso—, pero reconocer la violencia de género es un paso político y jurídico fundamental. Porque cuando los crímenes exhiben un ensañamiento diferencial contra mujeres y adolescentes, no se trata solo de disputas territoriales o ajustes mafiosos: es violencia patriarcal que se manifiesta en sus formas más extremas.
En paralelo, no puede pasarse por alto otro dato inquietante: dos semanas antes, empresas como Shell e YPF difundieron publicidades donde mujeres eran mostradas dentro de bolsas, cargadas en una tráfico blanca, bajo la lógica de que eran molestas y había que descartarlas. Esa iconografía, disfrazada de marketing, instala la idea de que las mujeres son desechables. Cuando la violencia simbólica precede a la violencia material, no hablamos de coincidencias: hablamos de un entramado cultural que legitima y reproduce la crueldad.
Lo más doloroso es constatar cómo la narración mediática también puede transformarse en una forma de agresión. No alcanza con la muerte física: a las víctimas se las despoja de dignidad cuando se las reduce a un estigma. Contar sin perspectiva de género ni de juventud es repetir la violencia en otro registro, multiplicarla y banalizarla.
La pregunta persiste: ¿qué vidas consideramos dignas de justicia y qué muertes merecen duelo? Mientras la respuesta siga dependiendo del barrio, de la edad o del trabajo de las víctimas, seguiremos presos de la pedagogía del desprecio. Y esa también es violencia.
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